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Al menos 17.000 menores fueron reclutados entre 1960 y 2016 para hacer parte de una guerra que les despojó la libertad, la paz y la candidez de su niñez. Así, como lo deja ver la historia de Xiara.
Por: Samuel Sosa Velandia
“A mí me quitaron la niñez, me llevaron a los 11 años. Me educaron para la guerra”. Es lo primero que responde Xiara Moreira cuando recuerda los rastros del conflicto armado colombiano. Una guerra a la que su familia la entregó por el hecho de pensarse, sentirse y verse diferente.
La década de los 80 es un período de la historia que nunca se desprende de la memoria de Colombia. En aquellos años, los grupos al margen de la ley se apoderaron de los territorios más periféricos del país; en el Urabá Antioqueño hay rastros de ello.
Para ese entonces, allí residía el Bloque 5 de las FARC. Un grupo insurgente que nació como un proyecto sindical que defendía los derechos de los trabajadores de las plantas bananeras. Dicha unidad empezó a ejecutar acciones violentas e ilícitas, como el secuestro y extorsión a empresarios de la industria, la invasión de territorios e inclusive la matanza de los mismos trabajadores que en sus inicios decían proteger. Esta serie de sucesos desencadenaron conflictos políticos, pero, sobre todo, de carácter bélico entre las FARC, el EPL, el Ejército y la Policía Nacional. Lo que dejó al Urabá con el nombre de “Esquina Roja” (La Verdad Abierta).
Una de las zonas centrales de combate fue San Pedro de Urabá. Lugar donde llegó a parar Xiara, luego de que su familia le pidiera al comandante de la franja que se llevasen a su hija, para castigarla y corregirla por identificarse en aquel entonces como un hombre gay, pues creían que el entrenamiento de tipo militar, le iba devolver la hombría.
En 1989, con tan sólo 11 años, aquella niña salió de su hogar para nunca más volver. “Unos subalternos llegaron a buscarme a mi casa, me sacaron con la ropa que tenía y nos fuimos caminando. Caminamos por el monte durante muchas horas. Me mantenían hidratado, aunque hubo un momento donde me tuvieron que cargar”. Cuando llegó a su destino final: el campamento; sus ojos inocentes se encontraron con otros niños y niñas.
Para el reclutamiento de menores, estos grupos hacían uso de la violencia física y las amenazas, pero también aprovechaban los contextos de pobreza e inocencia para usar estrategias persuasivas y lograr la incorporación de los infantes en sus filas. Según las cifras más recientes del Registro Único de Víctimas (RUV) del Estado, desde 1985, 8.095 niñas, niños y adolescentes fueron víctimas de la vinculación a actividades relacionadas con grupos armados ilegales.
Xiara, a quien dentro de las FARC llamaron “El Indio” (por sus rasgos físicos), dice que en los grupos armados y militares nunca hay valor, ni lugar para la vida y lo humano. Desde el primer día la obligaron a realizar labores abruptas y extenuantes; tuvo que llenar y cargar costales llenos de tierra que pesaban más que ella. Tenía que vigilar los campamentos donde se planeaban las trincheras, excavar hasta lo más profundo del suelo; armar, desarmar y cargar fusiles, que para ese entonces eran lo único que estaba lleno, pues había días donde no recibían ni una migaja de pan. Y en su caso, el maltrato y la violencia psicológica se justificaba (también), por lo que, para ese momento, parecía una maldición: ser gay.
Pero sobre todas estas cosas, hay una que le carcome el alma y al día de hoy, le hurta la paz y el sueño: “A uno le siembran una psicología y un odio hacia el ejército, siempre teníamos que atacar... Yo tengo que decir, que yo no sé si maté a una persona, si herí a alguien. Allá no es si quieres, te toca, sino te matan a ti. Aún me cuestiono si soy una persona asesina, no sé si maté a alguien”. Aquí, todos tenían que disparar un arma y combatir, sin importar a quién mataban o si entendían por qué y contra qué peleaban. Inclusive, recuerda ella que, normalmente quienes encabezaban las filas de combate eran menores de edad. Como lo deja ver el informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad del Centro de Memoria Histórica: “dada la etapa del ciclo vital, los niños, niñas y adolescentes resultan más influenciables a los procesos de socialización militar y adoctrinamiento, y son percibidos entre los actores armados como quienes no tienen nada que perder”.
El desprecio sobre la vida, también, se había metido en la cabeza de aquella niña. El castigo de su familia no fue de días, sino que se convirtió en cuestión de meses, además el temor y el repudio que le habían implantado sobre su propio ser; la llevaron a pensar en la muerte como una alternativa: “ver que pasaron 5 meses y nadie iba por mí, me hacía pensar que mi vida no valía nada. A nadie le importaba. Pensaba que el día que hubiera un enfrentamiento me tendrían que matar. Me sentía decepcionada, triste y sola en el mundo”. Sin embargo, afirma ella que - como siempre - Dios la salvó.
Y fue su fe, sumada al deseo latente de libertad, que la llevaron a planear durante dos meses su fuga. Ensayaba de noche la manera de escapar, aprovechando que no había luz eléctrica. Y a pesar del temor que le causa la oscuridad, en ese instante la noche se volvió su aliada.
Xiara escapó en un camión que frecuentaba el campamento. Se había grabado minuciosamente el camino que la llevaba a este; aquel vehículo esa noche transportaría alrededor de unos 200 marranos.
Empacó en una bolsa: un short, unas chancletas y una camisa esqueleto. Con eso se montó al camión, en el cual tuvo que hacerse en la mitad de estos animales que la pisaron y la orinaron durante el trayecto.
El miedo se apoderaba de su cuerpo, temía que revisaran el camión y la encontraran. La decisión de arrepentirse le susurraba al oído. No obstante, en ese punto, ella sabía que la vida le ofrecía dos únicas posibilidades: morir en un consejo de guerra o escapar. Y entregada en oración a su Dios, confiaba en que lograría la segunda.
El conductor emprendió el viaje a las 2 de la mañana; bajó las carpas y las aseguró. Allí, tendrían que pasar por tres filtros comandados por las FARC: “Se llegó al primero, y ahí preguntaron por lo que llevaba y para dónde iba. En el segundo, medio levantaron la carpa y como olía horrible, no quisieron subir a revisar. Todo pasaba mientras yo le rezaba a Dios y lloraba en silencio… En el tercero sí levantaron las carpas y miraron, pero yo siento que Dios me escuchó y me hizo invisible en ese momento”. Cuando vio que empezaron a bajar las carpas y el camión empezó a avanzar, supo que lo había logrado.
En medio del camino, el conductor hizo una parada para alimentarse. Ella aprovechó para acomodarse, pero al mismo tiempo, el señor fue a mirar cómo estaban los marranos y la vio. En el segundo en que los ojos del hombre se encontraron con la mirada inocente y asustada de Xiara, el espacio se llenó de tensión: “cuando me vio salir de ahí, yo sólo le dije: “Dios lo bendiga”, que gracias. El señor lloraba y me preguntaba cómo me había escapado y a dónde quería llegar… Yo no tenía a donde llegar. No tenía plata. Sólo me importaba ser libre. Escapar”.
En ese paradero el hombre conmovido, habló con la dueña del restaurante y le pidió que dejara bañar a la niña. Él la alimentó y siguió su camino con ella. Incluso, la llevó a su casa y le dio posada. Pero luego de un tiempo, por diversas circunstancias Xiara ya no pudo seguir viviendo con el hombre y su familia.
La niña de ese entonces era consciente y tenía claro que debía trabajar para poder vivir. Dada la situación, las calles de Medellín se volvieron su hogar. Iba a las plazas de mercado y buscaba entre la basura alimentos que aún se pudieran comer. En las noches, dormía en rincones medianamente seguros, en los cuales podía estar tranquila hasta la mañana siguiente.
“Un día llegué al barrio La América, y ahí conocí a una señora a la que le dije mentiras sobre dónde vivía y de dónde venía. Sólo para poder conseguir trabajo. Ella me dio trabajo en una carnicería. Ahí pasaba el día, me daba el almuerzo y en la noche me iba a mi refugio en la calle. Aunque ella creía que yo vivía en una pieza”. Mientras Xiara luchaba por sobrevivir, a sus oídos llegó la noticia de que habían asesinado a unos de sus familiares, pues los culparon de su fuga. Dice ella que, cuando se enteró sintió tristeza, pero también alivio por todo lo que su familia le había causado.
Una tarde una señora llegó a la carnicería buscando a alguien para el aseo, Xiara escuchó la conversación, cuando se fue dicha mujer, le dijo a su patrona que le gustaría asumir ese trabajo. Ella sorprendida le pregunta qué por qué se quería ir, a lo que se ve obligada a decirle la verdad. Cuando le contó, su jefa sólo lloraba y le decía que por qué no le había dicho nada, que como una niña podía estar sola y desprotegida. En ese mismo instante, llamaron a la dueña de la casa y ella aceptó que trabajara. “Al llegar a ese lugar, me cambió la vida. Tenía donde dormir y comer. Así eso no fuera mío”.
Sin embargo, Xiara tuvo que volver a pisar un terreno de combate. Había cumplido la mayoría de edad y no tenía ningún papel que la identificara, y en medio de un reclutamiento por parte del Ejército Nacional, se la llevaron. Para su fortuna, dice ella, que está vez no le dio duro, pues ya sabía cómo era la vida en el monte y no tenía miedo. A pesar de que el peligro le acechaba.
Un día la pusieron junto a sus compañeros a armar un fusil como parte del entrenamiento. Ella cumplió esta tarea en menos de dos minutos, sin ningún problema, lo que generó sospechas entre los comandantes. Por lo cual, empezaron a indagar y se dieron cuenta de que había hecho parte de las FARC. En ese momento la hostigaron y acorralaron, pensando que era una infiltrada, y por eso la iban a procesar, pero ella no dudó ni un segundo en enfrentarlos: “¿me van a procesar por ser guerrillera? Porqué me obligaron. Yo no decidí estar acá. Ni quise ser de la guerrilla, ni quise ser las Fuerzas Militares, quise ser libre”. Y dice ella que ese valor fue lo que le salvó la vida, porque quizá hubiera terminado en la larga lista de los falsos positivos. “Viví en carne propia lo de los falsos positivos. Yo tengo que agradecer a Dios, porque a mí me iban a legalizar como uno. Yo no hubiera terminado mi carrera militar sino me hubiera dado cuenta de lo que tenían planeado para mí”
“Gracias a unos pares de tacones hoy puedo contar la historia”. Hoy, Xiara logró parte de su libertad, hoy se identifica como una mujer. Una transición que emprendió como un regalo y una reconciliación para consigo misma, pero también, para su seguridad. Dice ella que el verse diferente le ha permitido palpar la libertad. Sin embargo, es innegable decir que los recuerdos están latentes en los habitáculos de su memoria, y que ese pasado aún la persigue: “veo las noticias y me repugna, me invade la tristeza, me hierve la sangre. No creo que haya alguien que conozca este tema desde la inocencia como yo. A mí me quitaron la niñez… Hace poco me llamaron diciéndome que había unas tierras a mi nombre, y por eso me amenazaron, pero tengo claro que yo no quiero nada con mi pasado”.
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Xiara sale adelante sola. Ha tenido que aprender y encontrar el valor de la resiliencia y de la resistencia; resiste por ser ella, por vivir en un Estado que no reconoce su culpa y le niega la posibilidad de reparar.
Su historia hace parte de la larga lista de los casos impunes que quizá se queden así. Por eso, ella aprendió que en esta vida se tiene solo a sí misma, como desde que era una niña.
P.D: Gracias, Xiara, por permitirme contar tu historia.
Mi admiración total. Excelente trabajo