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LOS RASTROS DE UNA COLOMBIA BIPOLAR

Foto del escritor: Samuel Sosa (Arremuesco)Samuel Sosa (Arremuesco)


Colombia siempre ha sido un país diverso menos en cuestiones políticas. El bipartidismo que imperaba desde la Independencia desencadenó uno de los sucesos más trágicos de la historia: El Bogotazo, un hecho de La Violencia que obligó a muchos a abandonar la vida, sus tierras y su hogar, así como la historia de Pablo Emilio Silva y su familia.


Por: Samuel Sosa (Arremuesco)


“Salió de Playa Rica, lo persiguieron todo el camino. Él caminaba y caminaba, se escondía por el monte. Ya era de noche, ya estaba oscuro… En fin, se fue por allá por un voladero y se escondió en una casa donde había dos niños. Llegó y se metió detrás de la puerta y se quedó ahí, quietico, pidiéndole a la Virgencita de Chiquinquirá”. Así recuerda Ofelia Silva Velandia que su papá, Pablo Emilio Silva, se escondía entre los montes de Playa Rica, al suroccidente de Tolima, huyendo de los llamados cachiporros, después de que a sus oídos llegara la noticia de que un revólver 32 corto marca Lechuza disparado por Juan Roa Sierra le había hurtado la vida al caudillo del pueblo, Jorge Eliécer Gaitán.


El 9 de abril de 1948 es una fecha que retumba en la memoria de la patria colombiana. Aquel día sobre la acera occidental de la carrera Séptima, frente al edificio Agustín Nieto, en Bogotá, el corazón de Jorge Eliecer Gaitán empezaba a latir más despacio a causa de las tres balas que atravesaron su nuca y su espalda. Aquellos latidos dejaron de existir cuando el reloj marcó cerca de la 1:45 p.m. y su cuerpo reposaba sobre una camilla de la Clínica Central. Cuando se supo la noticia de su muerte, las calles bogotanas se llenaron de tristeza porque moría el hombre que sintetizaba la posibilidad de un cambio profundo y radical en el sistema político. Sin embargo, después, aquel sentimiento se transformó en ira y sed de venganza por parte de los seguidores del abogado y caudillo. Las vías se empezaron a llenar de sangre, estragos y caos. La ciudad capitalina le hacía justicia y acentuaba aquella época de La Violencia. Sin embargo, los días y las noches de terror que desencadenaron estos hechos no sólo persiguieron y azotaron a los bogotanos, toda Colombia estaba ensangrentada.


Pablo Emilio se encontraba comprando lo del mercado para llevarle a su familia (su esposa Rosario y sus hijos, Antonia, Rosalba y Sotero) cuando empezó a escuchar unos gritos que decían: “¡Mataron a Gaitán! ¡Lo mataron!”. Aquellas palabras hicieron eco por todo el pueblo de Playa Rica y, a partir de ese momento, ante sus ojos solo veía la gente correr, gritar y echar piedra y plomo. Apenas se formó la gazapera, empezó a correr. Corría para huir, pues en ese momento el hombre se encontraba pisando zona de mayorías liberales, ya que geopolíticamente en la ruralidad y, sobre todo en esa parte del Tolima, Gaitán era símbolo de devoción y convicción.



El 16 de septiembre de 1924 en Guacamayas, Boyacá, nació Pablo Emilio Silva. Hijo de Emiliana Silva, nieto de Salvador Silva y Angustias Gómez, una familia de puros conservadores. Y es que en aquella época no solo los apellidos se transmitían de generación tras generación: las filiaciones y convicciones políticas eran casi como una herencia. Y para aquel día de abril del 48, esa sucesión era una causal para cavar la tumba de este hombre de apenas 24 años.Él era conservador y por eso le tocó salir corriendo y esconderse en los cafetales y los maizales, para que no lo encontraran y lo mataran. Si lo mataban, lo iban a tirar por un río que quedaba por ahí... Él dijo que menos mal no estaba en ese momento en la tienda donde compraba el mercado, porque ahí eran liberales y lo hubieran matado”, recuerda Rosalba Silva Velandia (hija de Pablo) mientras hurga en su memoria y recuerda cómo su padre, con tristeza y secuelas del miedo, le narraba aquel momento de su historia cuando ella tenía alrededor de 12 años.


El hombre había logrado salir del centro del pueblo, ahora su intención era llegar a la vereda donde estaba su rancho. Sin embargo, los famosos bandoleros y cachiporros estaban esparcidos por todo el lugar. La muerte le estaba susurrando al oído y el miedo le carcomía el alma. No obstante, en medio de su huida encontró una casa en la cual estaban dos muchachitos, quienes lo dejaron esconder tras su puerta mientras los hombres liberales les preguntaban si lo habían visto. Aquellos individuos sabían que Pablo era godo, no porque él se los hubiera dicho sino porque se sabía de dónde venía, pues en aquella época donde se nacía era una importante pista para deducir el bando político al que se pertenecía, pero, sobre todo, como cuenta Felipe Velandia, esposo de Ofelia y yerno de Pablo, el color de la pañoleta que adornaba el saco de paño o la ruana, lo decía todo. Azul era conservador. Rojo era liberal.


Después de que a aquellos niños y la Virgen le salvaran la vida, como decía él y se lo aseguraba a Rosalba, emprendió camino hacia su casa. Llegó sobre las 11:00 o 12:00 de la noche en medio de la oscuridad, pero conociendo perfectamente el camino, pues el suelo por donde había transitado era el mismo en donde todos los días cosechaba la yuca, el frijol, la arveja y la papa que le daban sus centavos para vivir. Allí lo recibió su esposa, Rosario, quien estuvo todo el día encerrada entregada en oración al padre, hijo y espíritu santo.


Al día siguiente, cuando el sol apenas empezaba a asomarse, el hombre, su esposa y sus tres hijos tomaron camino para devolverse hacia el lugar que los vio crecer como familia, hacia El Espino, un pueblo ubicado al norte de Boyacá. Tomaron un bus que los llevó rápidamente a Ibagué y allí pagaron una flota en la cual viajaron durante casi 12 horas hasta el pueblo. Ofelia dice que apenas sus padres y sus tres hermanos pisaron tierras boyacenses, alquilaron un lote: “Unos patrones, tenían fincas y le arrendaron a mi papá una casita. Él era el arrendatario y trabajaba para esa gente, para que lo dejaran vivir ahí... Él trabajaba en los trapiches, prensaba, cultivaba caña donde los Blanco. Hacía panela, sembraba tabaco, era muy trabajador”. Cuando llegaron a este pueblo, Antonia tenía once años, Sotero, ocho, y Rosalba, tres. Y a pesar de que ella era la menor, es quien mejor guarda los recuerdos y lo que narraban sus padres de aquellos días. Rosario, la madre, le contaba que ella a media lengua, decía: “solo mazamorra, mazamorra y cuchuchu y cuchucu”, y solo con estas simples palabras era evidente que algo en la vida de esta familia había cambiado, pues recuerda la mujer que cuando llegaron a El Espino volvieron a como habían empezado. Su único alimento eran sopas espesas y vivían en casa ajena; todo totalmente diferente a cuando vivían en Playa Rica, donde tenían su propio rancho, junto con un terreno abundante en cosechas de diversos alimentos. Sin embargo, o era despojarse de sus tierras o que les hurtaran la vida. Por eso decidieron hacer parte de la larga lista de familias desplazadas y luchar por una vida digna para ellos, así fuera lejos de su hogar. Pablo empezó a trabajar en todo, inclusive iba a hasta a Venezuela para ganarse unos bolívares a través del comercio y ofrecerles educación y alimento a sus hijos, quienes cada mes y cada año aumentaban. Fueron 11 primogénitos en total.


Y aunque ellos habían escapado de la Violencia Política y ahora estaban en tierras suyas, pues El Espino se abanderaba con el color azul, el color del Partido Conservador, La Violencia estaba en todos lados. De cara al pueblo se encuentra el municipio de Chiscas, un territorio de puros cachiporros. Estos dos lugares se mantenían enfrentados. No obstante, el odio se proliferó cuando el sábado 13 de junio de 1953 se dio el Golpe de Estado como resultado del acuerdo entre el Partido Conservador y Liberal, que posicionó al teniente general Gustavo Rojas Pinilla como el nuevo presidente de la República de Colombia. Felipe recuerda que: “La gente era acérrima a la política…Quemaban las casas, mataban a la gente, nos llevaban a una cueva. Yo no había visto un pueblo que sufriera tanto como Chiscas, lo quemaron todo. Sin embargo, aquel sábado de junio Pablo se escondió junto a su familia en la cueva del Cucharal, pues los habitantes de Chiscas atravesaron fronteras para atacar a los espinenses, pero estos no se quedaron quietos, con escopetas, palos y rejos, dieron respuesta. La guerra no solo se dio ese día, fue el pan de muchos más, por eso los hombres y vecinos de las veredas de El Espino se ponían de acuerdo para hacer guardia en el río que los separaba, el Chiscano. Mientras tanto, cuando había algún ataque, Rosalba y Ofelia se escondían con su madre y el resto de los hermanos en aquella cueva, una acción que Felipe también realizaba con su familia en tiempos de guerra. Ellos dicen que, gracias a Dios, en ese momento nadie de la familia murió, a pesar de que la muerte siempre era la constante opción. Y aseguran ellos que todo fue gracias al río que los separaba y que, por parte de Pablo, él tenía un sentir conciliador, no le gustaban los problemas ni el rencor. Si agarraba una escopeta o rejo era solamente porque ese era su deber como conservador, pero también porque lo era como padre proteger a su familia (ya su muerte llegó fue con los achaques de la vejez).


Dice Nicolás Sosa Velandia, bisnieto de Pablo, nieto de Rosalba y quien creció entre las historias de estos dos, que motivado por ello ha emprendido una reconstrucción de la historia ancestral familiar desde sus estudios como historiador y profesor. Y con ello ha comprendido algo que Ofelia, Rosalba y Felipe también comparten: “Esta fue una hazaña para salvar su vida. Un acontecimiento tal vez no determinante para Colombia, pero que sí pudo haber marcado el destino de la familia; lo que somos, lo que tenemos, lo que sentimos y cómo nos percibimos en el tiempo y el lugar”.




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